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X 9/06/2021
La anulación de la responsabilidad individual
¿Es verdad que cada vez somos más libres? ¿Son nuestros Estados de Derecho garantes de la libertad, como dicen?
La palabra derechos está tan de moda que parece que se han multiplicado. Tenemos tantos derechos (algunos de ellos recién inventados)... y los derechos se reclaman al Estado. “Necesitamos” a un Estado que nos los garantice.
El hecho cierto es que cada vez hay más normas para todo.
Las normas son necesarias para convivir. Pero, si son excesivas o innecesarias, ¿nos hacen más libres?
Cuántas cosas ya no se pueden hacer porque son ilegales. No se puede acampar en casi ningún lugar. Tampoco se puede llevar niños en el coche sin sillas especiales. Ni dejarlos solos en casa aunque sean sobradamente responsables o tengan 16 años. Porque, por lo visto, es normal que se les permita abortar o ver pornografía en la escuela, pero no estar solos en casa.
Esta pandemia ha sido una ocasión propicia para el avance del estatalismo, esa corriente que propugna que cuanto más Estado mejor. Y el Estado, ¿qué hace, normalmente? Organizar la vida con nuestro dinero y colocar a un guardia para obligar a cumplir las normas.
Poner normas no es sencillo. Las normas suelen ser generales y suponen que todos debemos hacer las cosas de esa determinada forma. Ahí ya entramos en una suposición peligrosa porque si algo tiene el ser humano por naturaleza es la diversidad y la diferencia (sin necesidad de propaganda de izquierda). Somos muy distintos, a la vez que tenemos cosas en común.
Aquí entramos en una nueva contradicción. Por un lado se habla de diversidad y respeto a la diferencia, y por otro tenemos el matra de los grupos e identidades, en lugar de individuos. Ahora, las mujeres tienen unos derechos especiales, al igual que otros grupos según la raza, la procedencia o la orientación sexual, y por eso se les da preferencia en algunas cuestiones. Dicen que es para compensar los abusos (el famoso victimismo de siempre) pero nadie se ha puesto a medir los abusos para calibrar esas políticas discriminatorias, hasta cuándo seguirán vigentes, cuándo se compensará el daño.
En esta crisis del coronavirus hemos visto cómo, desde el primer momento, se nos ha hablado con paternalismo, como a gente poco formada que no sabe nada, ni decidir, ni protegerse de los peligros (ni lavarse las manos, ni ponerse una mascarilla). Porque todo ese saber lo poseen los Expertos. Los Expertos no son menganito ni fulanita. Es un grupo etéreo y misterioso, conocido sólo para las autoridades. Bueno, ya conocemos la historia del famoso comité de expertos que después de adjudicarles las decisiones claves durante la pandemia, luego resultó que no existían.
No crean que semejante cosa ha causado demasiado revuelo en la opinión pública, ni cambios, ni explicaciones. Unos días de dimes y diretes y ya.
Los Expertos, así, en general, son los beneficiarios de nuestra delegación de derechos. Ellos saben qué hacer y cómo, y nos fiamos de ellos. Lo que estimen oportuno. Si mañana dicen que debemos ir descalzos, pues vamos. Así de sencillo. ¿Quién somos los ciudadanos de a pie para contradecir a los Expertos?
Damos por supuesta la incapacidad del grueso de la sociedad. Nos vemos a nosotros mismos como menores de edad, necesitados de una guía.
Los políticos han salido en televisión lanzando homilías y charlas llenas de consejos, moralina y frases de psicología positiva. Los datos, para los expertos. Vamos a salir juntos de esto, nos protegemos entre todos y cosas por el estilo. Algo realmente precioso.
En seguida vinieron las primeras normas. Las más chocantes fueron el confinamiento y los toques de queda. De repente prohibían algo tan elemental como salir de casa. Ni Franco se atrevió a eso. Pocas voces han cuestionado cuestionaron semejante suspensión de derechos en un Estado de derecho que se llena la boca de derechos. Pero ahí tenemos a los Expertos. Garantía total.
Sorprende la voluntaria sumisión de la gran mayoría de nuestros compatriotas. Se han puesto las mascarillas como ciudadanos obedientes y resilientes y, ahora, sin obligación de llevarlas, muchos prefieren seguir haciéndolo, por si acaso. Su bondad y amor por los demás, y, añadiría yo, veneración por la seguridad, la salud, y la tutela estatal son sobresalientes.
Han asumido que las medidas de horarios y los toques de queda eran absolutamente necesarias para la superación de la pandemia. Lo decían los Expertos. Han confiado plenamente en cosas como:
- Que este virus contagia más a unas horas que a otras, en unos lugares que en otros.
- Que en un tren atestado no había peligro, pero que en un bar medio lleno sí.
- Que en las barras se contagiaba uno, pero que en las terrazas no.
- Que al comer o beber el virus no contagia.
- Que el virus puede viajar por el aire muchos metros e incluso kilómetros.
- Que si la economía tiene que hundirse, que se hunda, si salvamos vidas potencialmente.
La idea central es que reducir el riesgo al mínimo es más importante que cualquier otra cosa. La seguridad (que está ligada a la emoción miedo) es la reina absoluta y, por lo visto, va a seguir siéndolo.
Es relativamente fácil inflar el miedo en las personas. Es un emoción muy básica, presente de forma muy preponderante en la mayoría de la gente. Lo malo es que, por exceso, se convierte en un gran paralizador. Desactiva a la población. La anula. Los convierte en seres pasivos, obedientes y rígidos. Una delicia para las autoridades.
Así hemos llegado la situación actual.
Nos dicen que no sabemos calibrar las situaciones de riesgo sanitario. Ni cuándo es aconsejable ponerse una mascarilla. Dejamos que las autoridades decidan eso por nosotros. Es más. Les permitimos y apoyamos que sean ellos quienes lo impongan coercitivamente.
¿Las autoridades se detendrán aquí? ¿Aprovecharán este cheque en blanco de la ciudadanía para decidir sobre otras muchas cuestiones de la vida?
Cuando empiecen los abusos, y ya han empezado hace muchos meses, ya será demasiado tarde.
Pero por lo menos no gobiernan los fachas.