Todos sabemos que la Transición democrática fue un paso ejemplar de un régimen dictatorial a un régimen democrático con libertades políticas, en un proceso pacífico. En aquel difícil momento Franco muere poniendo punto final a una situación excepcional de dictadura y gran crecimiento económico. Había que pasar página y equipararse a los países de nuestro entorno.
La transición, de hecho, la hace el propio régimen franquista, consciente de que los tiempos han cambiado y que no es posible un franquismo sin Franco. No es la oposición la que fuerza este cambio político, por más que algunas figuras de la izquierda hayan querido reivindicar su represión o su disidencia.
Sin embargo la Transición tuvo muchos defectos. Hubo que hacer concesiones a las familias de poder que manejaban los hilos de la política y a los nacionalismos, entre otros. Saliendo de una dictadura, con poco se podía contentar a una población que suspiraba por vientos de más libertad y apertura.
La Constitución Española, con todas sus virtudes y su espíritu conciliador nos ha dado décadas de paz, libertad y derechos, pero no ha sido capaz de asegurar el correcto funcionamiento de la separación de poderes, clave para que haya una verdadera soberanía del pueblo, y para que los contrapesos entre esos poderes eviten los abusos y la corrupción generalizada.
Los primeros gobiernos, gracias a la altura moral y de principios de sus líderes y representantes, se auto-censuraban y evitaban comportamientos abusivos. Por desgracia, hoy esa altura moral brilla por su ausencia, y se han manifestado claramente las lagunas legales que permiten a la presidencia del gobierno y a sus grupos políticos con mayoría en el Congreso y Senado, cometer infinidad de tropelías: saqueo de dinero público, decretos leyes abusivos, un gasto político desbordado de asesores y adláteres sin control, control de la Justicia por parte del legislativo y ejecutivo, abuso de los medios de comunicación públicos (y privados), mismas personas en el Ejecutivo y el Legislativo, entre otras muchas.
Desde Ciudadano Crítico coincidimos en el diagnóstico de la Junta Democrática de España, sobre el carácter partitocrático del actual régimen, que cada vez da menos protagonismo a los votantes y más a sus propias decisiones oligárquicas, tomadas dentro un pequeño grupo de personas (los líderes de los partidos nacionales). Si quienes deciden son esas cinco o seis personas, ¿para qué sirve un Congreso y un Senado con 500 asalariados de lujo cuyo único papel es dar al botón que les ordenan? Porque ni siquiera se preocupan de sus respectivas circunscripciones. Ni sus representados pueden "echarlos" de la lista. Sin embargo dudamos que una abstención activa pueda dar resultados reales.