La actual pandemia ha resultado ser un campo de pruebas muy valioso para la izquierda globalista, la corriente ideológica más poderosa en el mundo. Desde la OMS, pasando por la UE y terminando en las autoridades regionales y nacionales, la línea argumental ha sido:
Esta idea-fuerza ha sido casi totalmente exitosa. La población ha asumido como buenas las recomendaciones y las prohibiciones, dando crédito y legitimidad a los "expertos" (esos que resultó que no existían) y haciéndose eco casi religioso del mantra "si te cuidas, cuidas a tus seres queridos", que respaldaba de forma emocional las afirmaciones anteriores, y las medidas tomadas para prevenir los contagios. En otras palabras: si no te ciñes a lo que te ordenamos desde el gobierno, eres un desalmado que no cuidas a tus seres queridos. Y además te multaremos o te encarcelaremos.
Para una concepción de izquierdas, es fundamental ir convenciendo a la población de que el Gobierno le cuida y le ama, que se preocupa por sus ciudadanos como nadie más. Incluso mucho más que su propia familia, sus padres o amigos (como dijo la ministra Celaá, "los hijos no son de los padres"). La izquierda ha optado, desde los años 90 del siglo pasado, por un autoritarismo travestido de tolerancia y de sensibilidad exquisita. Ellos deciden siempre... por nuestro bien. De hecho, ellos deciden cuál es nuestro bien, y cómo realizarlo. El individuo no ha de pensar, no ha de decidir. Cumple y calla.
De hecho, hay dos líneas argumentales totalmente contradictorias (como tantas cosas en la nueva izquierda): por una de ellas, el individuo no debe decidir para lo que de verdad le conviene. Pero por la otra, tiene libertad para decidir lo que le destruye y desestructura: "cambiar de sexo" (cosa que no es posible), decidir suicidarse cuando está en una situación desesperada o de dolor insoportable (en lugar de paliar su sufrimiento), decidir matar a su propia descendencia (aborto libre y ahora penas de cárcel a quien intente convencer de lo contrario), etc.
Y así hemos llegado a la situación actual. Derechos fundamentales conculcados desde el primer estado de alarma decretado y sus prolongaciones, declaradas inconstitucionales por el Tribunal Constitucional. Mientras, la ley del Aborto y otras muchas cuestiones se dejan en un vacío legal intencionado.
En las sentencias posteriores al decaído estado de alarma, el Tribunal Supremo lo ha dejado cristalinamente claro: no ha sido necesario en ningún momento un estado de alarma para proteger la salud pública: ni toques de queda, ni restricciones horarias, ni perímetros regionales son necesarios para tomar medidas concretas y locales sobre los focos de infección. Por ello ha negado de forma general la posibilidad de decretar toques de queda regionales.
Pocas voces se han oído en los medios (profusamente regados con dinero público a cambio de afinidad ideológica y silencio a las críticas) sobre estas cuestiones.
Recordemos por ejemplo, que la actual ley obligaba hasta julio de 2021 a toda persona en territorio español a llevar mascarilla en todo momento, incluso aunque estuviese en un campo abierto sin nadie a la vista. Eso decía la Ley. Nadie parece escandalizarse de que el Ejecutivo y el Legislativo decidan semejante absurdez con rango de ley. Algo que repele cualquier análisis y el sentido común. Pues no, al contrario. Es fácil ver a personas caminando por caminos rurales con la mascarilla puesta, con un 0% de posibilidades de contagiar... a los cardos del camino.
¿Hasta dónde irá el globalismo de izquierdas en este intento por anular al individuo? ¿Qué otros intentos de idiotizar a la sociedad llevarán adelante?
MOD. 22 JUL 2021
En todas y cada una de las medidas tomadas durante la pandemia, se podía haber dado al ciudadano la plena responsabilidad de protegerse y proteger, como se ha hecho siempre en cualquier cuestión de salud.
Explicando bien los medios de transmisión del virus a medida que se iban sabiendo, cada persona podía perfectamente decidir si era más adecuado ponerse la mascarilla, mantener la distancia o tocar superficies. En lugares cerrados, es obvio que se producen contagios. ¿Por qué entonces se cargó exclusivamente contra la hostelería y no contra los innumerables espacios cerrados en el transporte y en otros ámbitos? ¿Por qué se negó el derecho a trabajar de esas personas mientras se les obligaba a mantener el empleo y el pago de sus impuestos? ¿Y por qué los políticos eran cazados una y otra vez no respetando sus propias medidas? ¿Hay manera más obvia de desacreditarse ellos mismos y sus medidas?
Las autoridades han optado por trasladar todos los sacrificios a los ciudadanos: no ver a sus seres queridos, llevar un trapo en la boca a todas horas, respirando su propio CO2 y sus excreciones respiratorias, no salir de sus casas en semanas, no poder moverse por el territorio nacional, no poder trabajar en muchos casos y vacunarse con un producto que no ha sido suficientemente testado y que produce efectos secundarios serios. Mientras, ellos no garantizaban los suministros sanitarios, no aumentaban los recursos de la sanidad, no aprobaban leyes más adecuadas a la situación sanitaria, mentían a la ciudadanía de forma flagrante y se dedicaban a las peleas políticas entre territorios. Y en el caso del gobierno central, han colocado la deuda en récord absoluto.
Pues con esto y con todo, aún vemos a famosos, periodistas y una parte importante del público en general, alabando unas vacunas para las que, por primera vez en sus vidas, tienen que firmar un papel exonerando de toda responsabilidad a la farmacéutica de los efectos secundarios (mortales, en ocasiones), defendiendo la gestión de la pandemia, escandalizándose de gente que no lleva la mascarilla en las situaciones más pintorescas, y llamando a la prudencia antes de relajar medidas.
¿Se puede dudar entonces del éxito del globalismo en la idiotización del ciudadano?
Los contenidos televisivos y culturales juegan un papel importante en la anulación del sentido crítico. En los últimos años la televisión pública, por ejemplo, ha eliminado prácticamente sus contenidos culturales y los ha sustituido por concursos, espacios de entrevistas, informativos politizados y entretenimiento. Las televisiones privadas han hecho más o menos lo mismo.
La oferta abunda en programas del corazón, tertulias donde se agitan ideologías y temas de política y donde luce por su ausencia el respeto, la educación o la objetividad. No cabe duda (y se refleja en los sondeos y estudios sociológicos) que este contenido afecta a los espectadores más jóvenes, que terminan rebajando su nivel cultural al del entorno audiovisual, porque creen que eso es un modelo de sociedad públicamente aceptado.
Los efectos pueden variar desde el desconcierto hasta la radicalización o el pasotismo, ya que el debate, en realidad, es inexistente. Sólo se perciben ataques y conflictividad mal gestionada.
También las leyes de educación son una pieza fundamental. Se intenta rebajar cada vez más el estándar educativo, permitiendo que los niños y jóvenes superen los cursos obligatorios con menos nivel de habilidades y de conocimientos. Se puede aprobar sin aprobar. De esta manera desactivan el efecto formativo de la educación y pueden influir en estas generaciones con mucha más facilidad, con unas cuantas ideas atractivas y otros tanto enganches emocionales de libro.
Las habilidades relacionadas con las humanidades son las más atacadas. La filosofía y la religión, que son las que proponen las preguntas fundamentales, se orillan o se suprimen para enbrutecer a los estudiantes, para convertirlos en meros operarios técnicos.
De estas técnicas tenemos ejemplos sobrados en las leyes aprobadas por el PSOE, especialmente en la Ley Celaá, aprobada durante la pandemia con inusitada velocidad y evitando el debate con la comunidad educativa. Las del PP tampoco han mejorado la situación pero sí se han mantenido en un nivel de exigencia un poco mayor.